¿Reforma local?

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Las reformas locales han estado durante mucho tiempo enmarcadas en debates políticos muy de fondo. Así ocurrió durante el siglo XIX, época en la que el sistema de elección de los alcaldes provocó el enfrentamiento entre el general Espartero y doña María Cristina precipitando el fin de su Regencia. Una auténtica crisis política, de régimen podríamos decir, que se saldaría tiempo después con la llegada al trono de Isabel II y los gobiernos moderados y de la Unión liberal.

El régimen local siguió siendo ariete político sobre todo cuando se le conecta, ya en la Restauración borbónica a finales de siglo, con la corrupción del sistema pues los ayuntamientos y sus secretarios se convirtieron en los últimos pero eficaces eslabones de los odiosos mecanismos de falseamiento electoral. Por eso son tan insistentes las voces que clamaron por las reformas y, entre ellas, por la creación de unos cuerpos de funcionarios independientes del poder político. Es la época en la que las miradas de los catedráticos asesores de los Gobiernos se apartan del modelo francés y se vuelven hacia el inglés, cercano al mundo de los “institucionistas” (de la Institución libre de enseñanza). Entre ellos don Adolfo Posada acaso sea el más señero de sus representantes.

Maura luchará desde su escaño en el banco azul por la modernización de la Administración local aunque sus frutos solo se verían años más tarde cuando se aprobaran los textos de Calvo Sotelo.

Es todavía época de pasiones. A mi juicio éstas se disuelven cuando se cruzan, ya formalizados y en estado de bronca permanente (que llega hasta nuestros días), los nacionalismos catalán y vasco. Dijérase que el español necesita el sustento de la vehemencia y para vehemencia la que aportaban estos nuevos nacionalismos ante los que perdieron prestancia e interés las cuitas de los humildes Ayuntamientos.

Por eso fue tan desvaída la discusión de la reforma local en la II República.

La llegada de la democracia en el último cuarto del siglo XX exigió una nueva corrección que esta vez se hizo con la mirada puesta en el mundo alemán por la influencia que en la misma tuvimos algunos juristas de formación germánica como he explicado muchas veces.

Es en este marco ideológico (jurídico-constitucional) donde se halla hoy anclado nuestro sistema local. Y de él no se ha movido. Por eso la reforma recientemente aprobada por las Cortes (ley 27/2013) no es sino una acomodación del mismo a un nuevo problema o -mejor dicho- a un problema antiguo que ha adquirido especial dramatismo en los últimos años: el del endeudamiento de las Administraciones públicas. A él -preciso es añadir- las acusaciones de corrupción y clientelismo que hemos visto fueron moneda común en la época de la Restauración.

De ahí que se hayan reforzado los controles sobre el uso de los fondos públicos y establecido nuevos límites -¿cuántas veces ya?- a las retribuciones de los cargos públicos, o que se trate de poner lindes a la exuberancia creativa en materia de sociedades, fundaciones y demás nidos proclives a alojar los pájaros negros del amiguismo. O -en fin- que se intente restablecer el honor perdido de los secretarios, interventores y tesoreros como consecuencia de los manejos políticos que estos funcionarios -indispensables si queremos una Administración honesta y acomodada a la ley- han padecido y padecen.

Poco más acoge el nuevo texto legal fuera de una disciplina de las competencias municipales y su ejercicio que, si se cumple, pueden ser beneficiosas. O de unas reglas extremadamente tímidas destinadas a la disminución del número de municipios que -me atrevo a profetizar- se perderán en la vaguedad.

Los grandes problemas han quedado aplazados. Como si el legislador huyera de sus compromisos confundidos con sobresaltos indeseados.

 

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