Valor justo, crisis, mercado y humoEn este país solemos tener memoria selectiva ¿Alguien recuerda aquello de que el suelo tiene un único valor, el que determina el mercado? Esa fue una de las bases esenciales sobre la que se construyó la Ley 6/1998, de 25 abril, sobre régimen del suelo y valoraciones, llevando hasta más allá de sus últimas consecuencias el modelo anterior a la reforma de 1990. Su preámbulo decía aquello de que “la Ley ha optado por establecer un sistema que trata de reflejar con la mayor exactitud posible el valor real que el mercado asigna a cada tipo de suelo, renunciando así formalmente a toda clase de fórmulas artificiosas que, con mayor o menor fundamento aparente, contradicen esa realidad y constituyen una fuente interminable de conflictos, proyectando una sombra de injusticia que resta credibilidad a la Administración y contribuye a deslegitimar su actuación… […] a partir de ahora, no habrá ya sino un solo valor, el valor que el bien tenga realmente en el mercado del suelo, único valor que puede reclamar para sí el calificativo de justo que exige inexcusablemente toda operación expropiatoria”. Sin embargo, ni se renunció entonces a “toda clase de fórmulas artificiosas” pues se mantuvo la valoración conforme a la normativa de valoración catastral en muchos supuestos, ni los resultados del sistema propuesto por el legislador respondían a sus pretendidas demandas de justicia valorativa.

Así, en primer lugar, lo que hizo el legislador en aquel momento fue simplemente otorgar carta de naturaleza a un sistema de valoración del suelo especulativo, que sacralizaba la plusvalía no ganada y la convertía en valor hipotecable, que incorporaba a la propiedad, por mor de una decisión pública de planificación, valores añadidos no derivados de actividad empresarial alguna sino de la pura y simple detentación de la propiedad de un suelo que, a la postre, en nada había mutado su naturaleza o aprovechamiento real en el momento de la aprobación del plan. En suma, “yo como el vecino… o más”. Ése fue el criterio de valoración instaurado en 1998, implícitamente por remisión al valor de mercado como punto de partida de la valoración residual del suelo en suelo urbano y en parte del suelo urbanizable y explícitamente, al menos al principio, en el resto del suelo urbanizable y el suelo no urbanizable. “Yo como el vecino” o, dicho en términos legales y, sin duda, mucho más correctos política y socialmente, “a mí pagadme el suelo por lo que valga por el método de comparación con el valor en venta de fincas análogas”.

Suele también olvidarse, además, que la llamada liberalización de 1998 fue rebajada en sede parlamentaria, por cierto, porque no había mayoría absoluta. Después, ganada esa mayoría en la siguiente legislatura un malhadado (en mi opinión) Real Decreto-ley 4/2000 pretendió acentuar la liberalización para, a la postre, volver a rebajarla al aprobarse como Ley 10/2003 mitigando, de paso, la sacrosanta invocación de valor de mercado del suelo como referencia valorativa con incisos que obligaban a descartar “los elementos especulativos del cálculo y aquellas expectativas cuya presencia no esté asegurada” (art. 27.2 in fine), la valoración por el método de comparación “sin consideración alguna de su [de los terrenos valorados] posible utilización urbanística (art. 27.2) o, rizando el rizo de la hipocresía legal, matizar la regla valorativa general respecto de “la valoración de los suelos destinados a infraestructuras y servicios públicos de interés general supramunicipal, autonómico o estatal, tanto si estuvieran incorporados al planeamiento urbanístico como si fueran de nueva creación” tratando en vano de salir al paso de la jurisprudencia en la materia. Un poco más y la siguiente reforma, si la hubiese impulsado el mismo redactor de la Ley de 1998, hubiese recuperado la dualidad de métodos valorativos en función del fin expropiatorio anterior a la reforma de 1990. Pero, eso sí, la exposición de motivos continuaba diciendo lo que antes transcrito, el valor de mercado como único valor real, como único valor justo posible.

Y llego así, en segundo lugar, a la cuestión de la justicia valorativa. Aludía la Ley de 1998 a sus reglas valorativas como las que conseguían el ideal de que el suelo tuviese “un solo valor, el valor que el bien tenga realmente en el mercado del suelo, único valor que puede reclamar para sí el calificativo de justo”. Bien. Justo. Dice la vigésimo segunda edición del Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua que justicia es, entre otras cosas, “una de las cuatro virtudes cardinales, que inclina a dar a cada uno lo que le corresponde o pertenece”. Sería una osadía, en la probablemente nunca caeré, tratar de definir genéricamente lo que por justicia ha de entenderse. Pero que reconozca mi falta de voluntad o capacidad para hacerlo así no significa que haya de asumir como dogma cualquier percepción subjetiva de lo que ha de tenerse por justo, ni aun cuando sea una ley, expresión democrática de la mayoría, la que lo proclame como tal.

Pues bien, el valor del suelo que la Ley de 1998 impuso no era, a mi modesto entender, el valor justo. Tal valor era fruto de una ficción, de un artificio legal, el producto burbujeante de la mezcla de jabón (suelo) y agua (plan). Humo, si se prefiere. Ese valor era, en su proyección sobre todo el suelo no urbanizado, no integrado ya en la ciudad y soporte de aprovechamientos urbanísticos, el resultado de la aplicación de presunciones, de hipótesis, de deseos incluso, basados ora en la evolución previsible del mercado, ora en la evolución previsible o deseada del planeamiento. No se valoraba la realidad sino la expectativa. ¿Es justo valorar como propio lo que todavía no se ha ganado y puede no ganarse nunca? ¿Es justo valorar como propio el valor añadido por una actividad empresarial que han de desarrollar otros? ¿Es justo reconocer como patrimonio privativo del propietario de un suelo reclasificado por la Administración el valor residual resultante de la manipulación artificiosa de todos los parámetros determinantes del precio de la vivienda u otros productos inmobiliarios que pudieran llegar a construirse en un futuro próximo o lejano en perjuicio del adquirente o usuario final? ¿Dónde están los límites a tal manipulación del valor? ¿Sería justo valorar una empresa por los máximos beneficios que pudiera llegar a producir en una coyuntura favorable de mercado y si realizasen una serie de inversiones adicionales y no por lo que efectivamente produce conforme a la aplicación actual de medios productivos? ¿Qué pasaría si en función de los mismos criterios, es decir, la renta familiar disponible, se calculase por el método residual el valor del agua, la harina, la carne, el pescado u otros bienes de primera necesidad? Que cada cual responda lo que considere oportuno. Detrás estarán sus convicciones personales e ideológicas así como su propia percepción de lo justo. Seguramente las respuestas serán muy diversas. Pero que no trate de imponerse una determinada solución como la única solución justa.

Con su peculiar percepción del valor justo (un valor de expectativa, especulativo, sujeto a variables de mercado, incierto), con la vinculación del valor al aprovechamiento previsto en el plan, en línea con la normativa anterior a 1990, o a la mera expectativa de que llegue a preverse un determinado aprovechamiento en el plan, lo que el legislador estatal consiguió es que el planificador clasificase suelo para generar ese valor, para producir activos que, reconocidos por el sistema financiero como tales, sirviesen como garantía hipotecaria. Lo que el legislador estatal consiguió, en suma, fue convertir al planeamiento urbanístico en el aliento que inflaba la burbuja. Todos los implicados ayudaban a soplar. Unos presionando para obtener la clasificación, como vendedores de suelo o como posibles compradores; otros como comercializadores de productos financieros que nacían con la adquisición del suelo, crecían con la financiación de la urbanización y la promoción y maduraban con el crédito hipotecario al adquirente, al que se vinculaba con multitud de productos adicionales; otros como receptores de una plusvalía que se decía pública pero que no gravaba nunca a los auténticos receptores de la plusvalía restante, que la descontaban en perjuicio del adquirente final al que se repercutía todo por vía de crédito hipotecario; Estado y Comunidades Autónomas, por su parte, como beneficiarias de cuantiosos ingresos tributarios en forma de gravámenes sobre el valor añadido, las transmisiones o la documentación de actos jurídicos (no, en cambio, sobre las plusvalías, gravadas localmente aunque tal gravamen resulta del todo ineficiente socialmente porque también acaba repercutiéndose).
Y todavía hay quien se pregunta que ha pasado. No toda la culpa fue del legislador. Sólo una parte, importante, pero sólo una parte. En realidad, lo que ha ocurrido es que el mercado se ha impuesto, ha funcionado, aunque no cómo algunos deseaban…

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