Va esta España nuestra rezagada en algunas cuestiones centrales para el correcto funcionamiento del sistema democrático que ahora tratan de abordarse mediante el anteproyecto de Ley de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno, fechado el 23 de marzo de 2012 y en relación con el cual se abrió el pasado día 26 de marzo un proceso de consulta pública, de participación, a través de internet. Lo cierto es que la lectura del anteproyecto, muy esperado, no deja de suscitar ciertas dudas, pequeñas incertidumbres y alguna perplejidad.Dudas suscita, a mi modo de ver, la propia concepción de la Ley de transparencia, acceso a la información y buen gobierno como una norma que concentra regulaciones dispersas que, sin embargo, no sustituye. En gran medida se trata, pues, de una norma de remisión a otras, que ya regulaban sus respectivas materias aunque lo hiciesen de manera fragmentaria, sin la perspectiva global que ahora pretende otorgarse a estas cuestiones.
Aunque se producen avances en la exigencia de publicación de información, especialmente en materia económico-presupuestaria, la regulación del acceso a la información no resulta excesivamente innovadora y el código de buen gobierno se nutre en gran medida de principios generales y recordatorios, cuando no de conceptos imprecisos como el de “regalos que superen los usos habituales, sociales o de cortesía”. Resulta dudoso, también, que el régimen sancionador aparezca configurado de manera tan dual, lo que lo hace complejo, previendo en un precepto una serie de infracciones en materia de gestión económica-presupuestaria (artículo 25), con régimen procedimental y competencial específico (artículos 27 y 28), que más bien parecen llamadas a reforzar la eficacia de otra norma diferente, que no incorporó régimen sancionador, la futura Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera.
Genera fundada incertidumbre la justificación competencial del anteproyecto, que parece partir de una cierta preeminencia del Estado sobre los restantes niveles de gobierno. La norma se dice amparada prácticamente en su totalidad en los títulos competenciales estatales de los apartados 1, 13 y 18 del artículo 149.1 de la Constitución, entre lo básico y la competencia plena del Estado, por tanto (disposición final sexta). Se excepcionan únicamente sus artículos 7 y 18, relativos al portal de la transparencia y las unidades administrativas de información de la administración general del Estado respectivamente. Los artículos 2 y 22 concretan el ámbito de aplicación, que se extiende a todo el sector público respecto del título I y a todos los altos cargos, o asimilados, estatales, autonómicos y locales el título II.
Resulta sorprendente, máxime dada la referencia a los artículos 7 y 18 que se acaba de apuntar, el alcance de las competencias ejecutivas del Estado, que parece que ha de ser objeto de obvias interpretaciones restrictivas, cuando sean posibles, que no siempre lo son, so pena de inconstitucionalidad flagrante. Pueden apuntarse algunos ejemplos de ello:
a) ¿Ha de entenderse que el recurso previsto en el artículo 21 del anteproyecto, que no es objeto de excepción ni matiz competencial alguno, procede en relación con actos procedentes de cualquier administración o ente del sector público sujeto a la Ley?
b) Y, a la vista del tenor literal del artículo 24 del anteproyecto ¿Se propone ampliar el ámbito de aplicación de la Ley 5/2006, de 10 de abril, de regulación de conflictos de intereses de miembros del Gobierno y altos cargos de la Administración general del Estado a todos los altos cargos sujetos a los que se refiere el artículo 22, es decir, también a los autonómicos y locales?
c) O, por último, dado que en materia sancionadora el artículo 28 atribuye la competencia para incoar procedimiento sancionador al Consejo de Ministros respecto de altos cargos que tengan la condición de miembros del Gobierno o de Secretario de Estado, así como la de imposición de las sanciones por la comisión de infracciones del artículo 25 del anteproyecto, de faltas graves o muy graves del artículo 26 o, en todo caso, cuando el alto cargo tenga la condición de miembro del Gobierno o Secretario de Estado, ¿ha de entenderse que la competencia residual de incoación e imposición de sanciones que corresponde al Ministro de Hacienda y Administraciones públicas “en los demás supuestos” y “en los demás casos” alcanza al resto de los altos cargos y asimilados a los que se refiere el artículo 22 del anteproyecto? Así parece deducirse, por lo demás, de la atribución igualmente genérica de la competencia instructora a la Oficina de Conflicto de Intereses y Buen Gobierno, con la sola excepción de las infracciones tipificadas en el artículo 25, en que se reserva al Ministro de Hacienda y Administraciones públicas.
Las anteriores no son cuestiones menores, sino absolutamente esenciales para la arquitectura y viabilidad constitucional de la nueva norma que se nos propone. Y son cuestiones que producen perplejidad. Piénsese, a este respecto, que entre las posibles sanciones se incluye nada más y nada menos que la destitución en los cargos públicos que ocupen los infractores [artículo 27.2.b] o la inhabilitación para ocupar cualquiera de los cargos incluidos en el artículo 22 durante un periodo de entre cinco y diez años. ¿Es imaginable, y admisible en el actual marco constitucional, que al amparo de un procedimiento sancionador incoado por el Ministro de Hacienda y Administraciones Públicas contra el Presidente de la Generalitat de Cataluña o de cualquier Comunidad Autónoma, o un Alcalde, impusiese el Consejo de Ministros a estos la sanción consistente en la destitución del cargo público que ocupa? ¿Es admisible, además, que lo hiciese por la comisión de la infracción muy grave tan genérica como la consistente en “el incumplimiento del deber de respeto a la Constitución y a los respectivos Estatutos de Autonomía de las Comunidades Autónomas y Ciudades de Ceuta y Melilla, en el ejercicio de sus funciones” [artículo 26.1.a)] o “toda actuación que suponga discriminación por razón de origen racial o étnico, religión o convicciones, discapacidad, edad u orientación sexual, lengua, opinión, lugar de nacimiento o vecindad, sexo o cualquier otra condición o circunstancia personal o social, así como el acoso por razón de origen racial o étnico, religión o convicciones, discapacidad, edad u orientación sexual y el acoso moral, sexual o por razón de sexo” [artículo 26.1.b)] o de tan discutible gravedad como “el incumplimiento de los plazos u otras disposiciones de procedimiento en materia de incompatibilidades, cuando no suponga mantenimiento de una situación de incompatibilidad” [artículo 26.2.e)]. No lo creo, ni creo que sea en modo alguno razonable la competencia que se atribuye al Consejo de Ministros o al Ministro de Hacienda y Administraciones públicas sobre altos cargos de otras administraciones.
La exigencia de transparencia y buen gobierno es necesaria, imprescindible hoy día, si se desea recuperar la política y la gestión pública a los ojos de los ciudadanos. Pero, a mi juicio, exige algo más, una mejor y más precisa técnica normativa, un ajuste competencial más afinado y que aboque menos al conflicto institucional, unas normas jurídicas menos ambiguas, con menos principios y más concreción. Un texto como el propuesto generará inseguridad y, en malas manos, arbitrariedad y uso político. Otro fin encomiable sucumbirá ante el sistema. La consulta pública está abierta, conviene participar en ella.
A las preguntas que se formulan en el penúltimo párrafo, las podemos dar una vuelta y plantearlas de la siguiente manera:
¿Es admisible que en una Democracia y en un Estado de Derecho, o en el actual marco constitucional, el Presidente de la Generalitat de Cataluña o de cualquier Comunidad Autónoma, o un Alcalde, incumplan la Constitución o discriminen por razón de origen racial o étnico, religión o convicción, lengua, opinión, lugar de nacimiento o vecindad, sexo o cualquier otra o acosen por dichos motivos y permanezcan sin destituir en los cargos públicos que ocupan?
Si no es el Consejo de Ministros el que imponga una sanción, que sean los Tribunales de lo Penal a instancia de cualquier ciudadano, porque las conductas descritas no son una cosa baladí; estamos hablando de una ruptura del contrato social entre los ciudadanos y los que dicen representarles. No vayamos a jugar con fuego, si una de las partes rompe el pacto fundamental en la Nación, la otra queda liberada de su cumplimiento, y en una situación de grave frustración social, puede que deje de tratar como políticos a quienes rompen los compromisos fundamentales y actúan como déspotas. La Democracia es asunto de formas y de procedimientos pero también tiene un contenido mínimo de fondo inexcusable: gobierna el pueblo y decide la mayoría (salvo que decida lo no democrático). Si la decisión básica del pueblo (Constitución) no vincula al gobernante, ya estamos en el terreno de la Tiranía, y puede que los ciudadanos se despierten de su modorra democrática y recuperen teorías medievales que ahora duermen el sueño de los justos, sobre la legitimidad moral del tiranicidio.