El otro día me contaban una anécdota que creo que ilustra bien la situación actual de muchas organizaciones públicas: ante las protestas que se ponían de manifiesto, de una manera muy ruidosa y llamativa por la introducción de la gestión electrónica en una administración, había otros de sus miembros (más discretos) que empezaron a darse cuenta de sus beneficios. Ciertamente pasaban por un esfuerzo por su parte. Me cuentan que uno de ellos manifestaba que, una vez hechas las adaptaciones en la organización y entre su personal, dicha tecnología era una “maravilla”. De hecho, se dieron cuenta de que la forma de abordar el trabajo había cambiado tanto que reconocían que ahora sobraban hasta 6 empleados públicos, al menos haciendo lo que tradicionalmente venían haciendo.
Es decir, la transformación digital no consiste en darle a un botón y que las cosas se hagan solas. Más bien consiste en que el responsable, el que cobra como jefe, haga un esfuerzo de comprender la organización y adaptarla a las ventajas que le ofrece la tecnología. También debe minimizar y resolver los problemas y conflictos que le genera dicha innovación. Es decir, esta transformación (toda transformación) exige unos comportamientos complejos asociados a las competencias genéricas del directivo público como comunicación (escuchar y trasmitir instrucciones con asertividad, sin ambigüedades), solución de problemas (valorando las consecuencias, haciendo acopio de información de distintas fuentes, entre otros comportamientos), da una orientación estratégica (conoce el contexto y prevé escenarios futuros, adopta medidas y las ajusta según los objetivos), toma decisiones y, muy importante, resiste las tensiones y los conflictos internos, ya que previamente ha adoptado las directrices estratégicas válidas de la organización, lo que le aporta determinación, seguridad y control de la situación, sin renunciar al diálogo y a las rectificaciones oportunas. Es decir, se erige en un verdadero líder cuando la organización más lo necesita, que es en pleno cambio, inicialmente incierto, pero que se debe ir introduciendo paulatinamente, hasta un punto en el que los miembros de la organización ya demandan que el cambio se culmine una vez iniciado. De hecho, es como cuando el avión corre a toda potencia por la pista de despegue: hay un punto en el que todos los pasajeros están esperando el impulso que los aleje del suelo, gane altura y coloque a la aeronave en la velocidad de crucero. Lo contario sería fatal.
No es sencillo abordar este reto. Incluso, muy a menudo no está a la altura de todos los directivos que ocupen esta posición en la organización, pero hay dos verdades irrefutables: una, que el cambio tecnológico no es una opción; y, dos, que no se trata una cuestión tecnológica o de complejidad electrónica o de programación informática (eso ya viene hecho por otros especialistas). Al contrario, se trata de un desafío organizativo.
Admitámoslo: el reto del cambio es lo que único que no va a cambiar. La frase puede ser más o menos ocurrente, pero describe una realidad heraclitiana o, sin ponernos tan pedantes, que cantaba Chedid: “Tout passe, tout casse, tout lasse, tout s’efface” (todo pasa, todo se rompe, todo se desgasta, todo se borra).
Por lo tanto, el cambio organizativo es una competencia del responsable o responsables de las organizaciones, sean estas cuales sean. Adoptar la postura pasiva y resistente al cambio implica una de las dos opciones siguientes, simplificando: o se ofrece una resistencia de naturaleza “política”, lo que nos sitúa bajo unas reglas de juego diferentes de las que aborda este post; o, en lo que más nos interesa, estamos ante un profesional incapaz con los recursos que tiene de abordar la situación que el reto del cambio le plantea. Por eso, dicho directivo necesitará esforzarse por actualizarse o… como cantaba un joven Bob Dylan en The times they are a-changing a esos padres y madres que simbolizan el choque generacional cuya “vieja carretera se deteriora rápidamente. Por favor salid de la nueva si no podéis echar una mano porque los tiempos están cambiando”.
Si, como es lo lógico, opte por o primero lo primero que debe hacer es reconocer las limitaciones, solicitar la capacitación o ayuda adecuada para comprender que, como vengo subrayando, el cambio tecnológico es un reto organizativo que afecta a todo su personal, a sus procesos y a la menara que aborda el trabajo y sus exigencias. Es, por lo tanto, algo que apunta a una evolución o una transformación cultural. Nótese que en esa enumeración no menciono que el hecho de que la tecnología deba adaptarse a la organización se debe a que se sobreentiende que esto, si está bien diseñada, constituye su objetivo. Desde luego, no se trata de un “sucedáneo electrónico” del papel y la tinta, como escribía Alejandro Nieto. Lamentablemente a veces ocurre que las herramientas no han sido bien diseñadas para el estado evolutivo de la estructura, consecuencia quizás de la falta de implicación de los directivos (este sería otro problema). Y, lógicamente toda herramienta informática de e-administración debe ser susceptible de las adaptaciones y personalizaciones necesarias. Pero, para ello, es imprescindible la implicación del directivo responsable de la organización que es quien mejor la conoce, si está dotado de las competencias profesionales a las que me refería anteriormente. Entonces tenemos que concluir que la tecnología en sí misma no es ninguna maravilla. Más bien los son los directivos públicos críticos, que escuchan y que lideran el cambio en su organización, conscientes de las dificultades que a menudo entraña servir a los ciudadanos y sus empresas con eficacia y eficiencia. Esa es la “maravilla”.