Una Administración pública innovadora para muchos representa un oxímoron. La Administración pública posee un modelo weberiano combinado con un sistema de producción fordista o del tipo organizativo que Mintzberg denomina burocracia maquinal. Tres modelos conceptuales que destacan por su rigidez y por su falta de capacidades contingentes. Por otra parte, las condiciones institucionales de las administraciones públicas poseen unos ingredientes (dirección política, gestión de dinero público de los contribuyentes, transparencia y rendición de cuentas, y evaluación de las políticas públicas) que incitan a un modelo de gestión muy conservador. No parece precisamente un sistema organizativo de carácter innovador. De todos modos, hay que tener presente que las administraciones públicas agrupan unas funciones y objetivos de carácter oceánico y, entre ellas, también están las de impulsar la innovación sea esta de investigación básica o aplicada.
Analizando la reciente literatura económica sobre innovación y sociedad del aprendizaje (Stiglitz y Greenwald, 2016), en la que se define los atributos de las organizaciones más innovadoras y con más capacidad de aprendizaje, nos sorprendemos ya que todos estos ingredientes necesarios representan una definición casi perfecta de lo que es y representa una Administración Pública. Elementos y características como “grandes dimensiones (con escala), complejas, de larga vida y estables, con un amplio rango de actividades interdependientes, con acumulación de capital humano también estable, concentradas geográficamente, con importantes lazos transfronterizos” van como un guante a la mayor parte de administraciones públicas. Es decir, que a nivel de diseño organizativo Administración pública e innovación no es en absoluto una contradicción sino justo lo contrario: se complementan casi a la perfección.
Por esto afirmar categóricamente que las administraciones públicas no son innovadoras es muy aventurado. Hay una parte de la literatura que lo desmiente de forma categórica (Mazzucato, 2015). En este punto hay muchos prejuicios, mitos y símbolos equívocos que han cristalizado en el imaginario colectivo tanto desde dentro como de fuera de la Administración pública. Si nos paramos a pensar en las políticas públicas tan cambiantes y dinámicas que despliegan las administraciones públicas nos llevamos la sorpresa de tener que reconocer que éstas innovan casi siempre. De hecho, buena parte de las administraciones innovan tanto de manera tan habitual, natural e inercial que ni ellas mismas consideran que innovan ni se perciben como innovadoras. En unos tiempos que la innovación se ha banalizado como un mantra de carácter místico y a cualquier acción marginal e intrascendente se le pone la etiqueta de innovación resulta que somos incapaces de percibir cuando realmente innovamos. La innovación en la Administración pública es tan natural, forma tanto parte de su propia esencia que cuesta reconocerla. Y la innovación es tan usual ya que la Administración pública debe atender a una sociedad muy compleja y cambiante y esta presión constante y brutal hace que una buena parte de las respuestas de las instituciones públicas sean innovadoras. Reitero que esto no se percibe ni a nivel interno ni externo de la Administración pública. Hagamos un experimento: busquemos a un directivo de una empresa privada innovadora y hagamos que observe lo que hace usualmente una Administración pública con una cierta perspectiva temporal (nuevas políticas públicas frente viejas, nuevos sistemas de gestión frente a otros más antiguos). Que analice también de esta Administración pública las redes internas y externas formales e informales de aprendizaje e innovación (encuentros, seminarios, jornadas de buenas prácticas, congresos, redes 2.0, etc.). Su conclusión solo va a ser una: estará percibiendo lo que para él es una organización innovadora y con un elevado nivel de aprendizaje.
Otro elemento de discusión es si las administraciones públicas innovan o no de manera suficiente o si lo hacen de forma veloz. Aquí hay muchos elementos a discutir, a considerar y a mejorar. Yo siempre he hecho hincapié en que la Administración pública del futuro debe ser más institucional e inteligente o sencillamente no será ya que perderá su espacio protagonista. Esta ambición implica, entre otros ingredientes, ser más eficaz en su meritocracia, con un mejor diseño de su dirección pública profesional, con mejores sistemas de información, con mayor inteligencia para analizar los flujos de información, con una política más valiente y comprometida. Con estos ingredientes e incorporando una voluntad explícita y una inequívoca vocación innovadora (ahora existe pero de forma casi oculta) la capacidad de innovación de la Administración pública del futuro puede ser enorme ya que posee todos los elementos para serlo.
Pero las administraciones públicas no pueden conformarse en ser solo ellas mismas innovadoras sino que deben tener la ambición de establecer el sistema de incentivos y definir unas reglas del juego que favorezcan la innovación y el aprendizaje en su entorno: en las empresas y en la organizaciones sociales. Las administraciones públicas deben ser un motor de innovación económico y social modificando con este objetivo sus políticas industriales, comerciales, educativas, macroeconómicas, de propiedad intelectual, etc. Es lo que proponen Stiglitz y Greenwald (2016) en su libro. Algunas instituciones públicas ya lo llevan haciendo desde hace tiempo y con acierto (las administraciones escandinavas) y otras no tanto (por ejemplo EE.UU.). Para que esto sea posible (la administración como motor de innovación y de la sociedad del aprendizaje) las condiciones necesarias son: primero, que las administraciones públicas deben ser más inteligentes lo que les va a permitir conocerse mejor a ellas mismas y comprender mejor los problemas y déficits del entorno económico y social. Segundo, tener el objetivo y la vocación de generar innovación económica y social y contribuir a incentivar una sociedad del aprendizaje. Si estos objetivos están en la agenda política e institucional se puede lograr con bastantes probabilidades tanto la innovación interna como la externa.
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