Una vez más mi maestro, el profesor Sosa Wagner, ha puesto el dedo en la llaga, a propósito de los convenios incentivados de fusión municipal presentes en el que califica de “nuevo y barroco artículo 13 de la ley 27/2013”. Y recuerda cómo, en su párrafo cuarto, se dice que “los municipios, con independencia de su población, colindantes dentro de la misma provincia, podrán acordar su fusión mediante un convenio de fusión, sin perjuicio del procedimiento previsto en la normativa autonómica…”. Sin paliativos, Sosa expresa su total “desacuerdo con este invento”; tanto por la ingenuidad e ignorancia que denota, como por razones constitucionales. Con un envidiable conocimiento de la materia, pone en evidencia al legislador –dudosamente básico- del Estado, que “nos ofrece una muestra de una bobalicona creencia: la de que la reforma de nuestra planta local, exuberante, con más de ocho mil municipios, fantasmagóricos la mayor parte de ellos, se puede resolver sobre la base de incentivos que muevan las voluntades locales de una forma espontánea, henchida de piadosos deseos”. En efecto, tal parece que sus señorías no saben de qué va esto del localismo, de la pérdida de identidad o de capitalidad, de las rivalidades hasta futboleras y de por qué, en suma, los pequeños municipios se defienden, desde siempre, como gato panza arriba, de cualquier maridaje –una sola carne- con el vecino.
Pero Francisco Sosa, ratificando a Díaz Lema, abunda en algo jurídicamente más inquietante que la constatación de la realidad sociológica ignorada por las Cortes Generales: “con esta previsión normativa se está invadiendo la competencia que es propia de las Comunidades Autónomas si nos atenemos -como es obligado- a lo previsto en los respectivos Estatutos de Autonomía al amparo del artículo 148, 1, 2 de la Constitución”. Y es que, si el constituyente hubiera querido dejar en manos del Estado esta atribución o fijar un umbral mínimo de población o territorio a los entes locales, lo habría hecho. Y no: con claridad entendible por un párvulo que empieza a leer, confía el asunto (o deja el muerto) en manos de las Comunidades Autónomas que, aunque no hayan hecho, por temores electorales, los deberes, son, sin duda, las instancias adecuadas para reordenar el mapa de ayuntamientos. En fin, mi maestro denuncia que el legislador es muy consciente del exceso y por ello, de modo vergonzante y por si cuela, añade el “sin perjuicio del procedimiento previsto en la normativa autonómica”.
Siendo todo ello lamentable, también creo que debe darse un tirón de orejas al Tribunal Constitucional que en plena y dilatada tramitación de la Ley de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local, nos regaló la sentencia 103/2013, de 25 de abril. Bueno; más bien se la regaló al Gobierno proponente que pudo ver en ella una aparición milagrosa y salvífica al borrador de 28 de enero anterior, pasado por Consejo de Ministros el 13 de febrero, y recibió las alegaciones de la FEMP el 9 de abril (el unánime y elogiable dictamen del Consejo de Estado, de 26 de junio de 2013, será posterior a la decisión del TC).
Pero vamos de adelante hacia atrás. En la exposición preambular de la Ley 27/2013, se anuncia que “por primera vez se introducen medidas concretas para fomentar la fusión voluntaria de municipios de forma que se potencie a los municipios que se fusionan ya que contribuyen a racionalizar sus estructuras y superar la atomización del mapa municipal “ Añadiéndose que entre estos estímulos están “el incremento de su financiación, la preferencia en la asignación de planes de cooperación local o de subvenciones, o la dispensa en la prestación de nuevos servicios obligatorios como consecuencia del aumento poblacional”. Y como medida de consolación con los que más que fusionados se sientan absorbidos al perder la casa consistorial, se permite que estos, puedan “funcionar como forma de organización desconcentrada, lo que permitiría conservar la identidad territorial y denominación de los municipios fusionados aunque pierdan su personalidad jurídica”. Y a última hora, el redactor, iluminado por la jurisprudencia, ingresa en el texto una coletilla demoledora: “estas medidas de fusiones municipales incentivadas (…) encuentran respaldo en la más reciente jurisprudencia constitucional, STC 103/2013, de 25 de abril”.
¿Y qué dice dicha sentencia? Para empezar, como es sabido, es la respuesta -¡diez años después!- al recurso interpuesto por el Parlamento de Cataluña frente a diversos preceptos de la Ley 57/2003, de 16 de diciembre, de medidas para la modernización del Gobierno Local. Bien, pues en su mastodóntico FJ 5, uno de los mayores fárragos salidos de Doménico Scarlatti, se dice entre otras mil cosas que
“Antes de pronunciarnos sobre la controversia competencial planteada en torno al art. 13.3 LBRL, debemos analizar la cuestión previa de la extemporaneidad del recurso pues, como reconoce la representación del Parlamento, aunque el art. 13 LBRL ha sido incluido entre los artículos que ha venido a modificar la Ley de medidas para la modernización del gobierno local, el apartado tercero mantiene su redacción primitiva y no fue en su día impugnado por el Parlamento de Cataluña. Como quiera que formalmente se trata de una nueva ley, y que es doctrina reiterada de este Tribunal que el recurso de inconstitucionalidad es abstracto y dirigido a la depuración del ordenamiento, de forma que con el mismo no se defiende un interés propio de los recurrentes sino el interés general y la supremacía de la Constitución (por todas, STC 1/2012, de 13 de enero FJ 3), procede abordar el fondo de la impugnación realizada (STC 103/1999, de 3 de junio, FJ 2), sin que, por la misma razón, resulte aplicable la fuerza de cosa juzgada de las Sentencias desestimatorias de los recursos de inconstitucionalidad que impone el art. 38.2 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional”.
Y se recuerda que la STC 214/1989, de 21 de diciembre, FJ 9, resolvió la impugnación que de este mismo apartado del artículo 13 LBRL plantearon el Parlamento y la Junta de Galicia, por entender que se había vulnerado la competencia exclusiva a autonómica para la alteración de términos municipales, declarando la constitucionalidad del apartado, ahora nuevamente impugnado, al estimar que “la actividad de fomento no debe asociarse necesariamente a la competencia ejecutiva, pues no siempre excluye la intervención del legislador, y que ésta es legítima cuando el Estado dispone de la competencia para fijar los criterios básicos a los que debe sujetar la Comunidad Autónoma el ejercicio de sus competencias”. Ya en esa STC 214/1989 se declaró que la actividad de fomento “no limita la competencia autonómica para la alteración de términos municipales que pueden acordar conforme a lo establecido en su legislación y con los únicos límites impuestos por los apartados primero y segundo del mismo artículo 13 LBRL, siendo así que esta actividad de fomento está dirigida no solo a los municipios sino también a las Comunidades Autónomas que son quienes tienen la competencia para materializar estas alteraciones territoriales”. Algo que parecería indicar que los estímulos debieran surgir de los poderes públicos territoriales. Pero no.
La STC 103/2013, de 25 de abril, “a pesar del tiempo transcurrido” desde la sentencia 214/1989, de 21 de diciembre, entiende que no hay razones que lleven a modificar o matizar lo entonces afirmado y, con apuntalamientos en las SSTC 159/2001, de 5 de julio; 52/2004, de 13 de abril y 252/2005, de 11 de octubre, entiende que “el constituyente no ha predeterminado el contenido concreto de la autonomía local, por lo que es el legislador constitucionalmente habilitado quien puede ejercer en uno u otro sentido su libertad inicial de configuración, con el único límite de que no establezca un contenido de la autonomía local incompatible con el marco general perfilado en los arts. 137, 140 y 141 CE”.
Para el alto tribunal “el Estado debe regular, en el ámbito del art. 149.1.18 CE, los elementos que permiten definir el modelo municipal común entre los que se encuentran el territorio, la población y la organización, como recoge el art. 11.2 LBRL”, lo que ya es sabido. Pero aquí comienza la huida hacia adelante; sin ir más lejos con una confusión constitucional que, aun siendo una errata es reveladora a poco que se sepa por las muchas manos expertas que ordinariamente pasan las resoluciones constitucionales antes de ser votadas: la sentencia no se refiere a la posible colisión con la competencia autonómica del 148.1.2 (alteraciones de términos municipales), sino a la del siguiente número (ordenación del territorio, urbanismo y vivienda):
“Por ello, sin perjuicio de la competencia exclusiva que el art. 148.1.3 CE (sic) atribuye a las Comunidades Autónomas para la alteración de los términos municipales comprendidos en su territorio, forma parte de la competencia estatal la regulación del elemento territorial y su relación con el resto de los elementos que componen la estructura municipal para configurar un modelo municipal común, competencia básica que, por otra parte, no rechaza de plano el Parlamento autonómico en su demanda, al admitir expresamente la competencia del Estado para regular las bases del procedimiento de alteración de los términos municipales”.
Bien; pues si, errores materiales al margen, lo anterior es conocido y respetable, no lo es tanto, a mi exclusivo entender, sacar la siguiente conclusión plasmada en supuestas alternativas constitucionalmente válidas e indiferentes a la hora de su elección por el legislador estatal:
“Resulta de lo expuesto que corresponde al Estado optar, de entre los posibles, por un determinado modelo municipal. Así, el Estado podía haberse inclinado por un modelo minifundista, basado en la existencia de núcleos de población sin exigencia alguna de un mínimo territorial, o por un modelo basado en mayores exigencias de población y territorio, si es que lo hubiera considerado necesario para garantizar la viabilidad del ejercicio de las competencias que se atribuyen a los municipios y con ello su autonomía, o por una combinación de ambos en función de la realidad existente o, finalmente, por un modelo que dejase un amplio margen de decisión a las Comunidades Autónomas para configurar el elemento territorial de los municipios. Pues bien, esta última es la opción por la que se inclinó el legislador estatal en 1985 y ha confirmado la Ley de medidas para la modernización del gobierno local”.
Permítaseme disentir radicalmente: por respeto a la dicción constitucional y por prudencia, ningún Gobierno estatal ni mayoría parlamentaria se atrevió nunca, que yo sepa, a plantearse una ley ordinaria que dijera que los municipios debían contar con diez mil almas (parodiando las míticas mil de la Constitución de Cádiz), o con un término municipal de tantos o cuantos kilómetros cuadrados; es decir, imponer “un modelo basado en mayores exigencias de población y territorio” que es lo que ve constitucionalmente factible la sentencia. Y particularmente entiendo que, por un lado, tal opción lamina el artículo 148.1.2 CE y, por otro lado, de haber sido tan fácil la cosa en algún momento se habría planteado y, habríamos reducido de golpe el número de municipios al tamaño que entendiéramos adecuado para toda España. Sin entrar en que la Constitución, como apuntaba Sosa Wagner, fue sensata al encomendar a las Comunidades Autónomas la posible fusión municipal porque las particularidades territoriales, orográficas y de hábitat de nuestras regiones no aconsejan un modelo tan uniforme. Y aquí aparece otra heterodoxia impropia del intérprete último de la Constitución: la elección de “un modelo que dejase un amplio margen de decisión a las Comunidades Autónomas para configurar el elemento territorial de los municipios” no es “la opción por la que se inclinó el legislador estatal en 1985 y ha confirmado la Ley de medidas para la modernización del gobierno local”, sino la decisión que tomó el constituyente en 1978 y que no puede alterar ni disfrazar una ley ordinaria.
En cuanto a la supresión de municipios y a la alteración de términos municipales, la STC 103/2013, de 25 de abril, entiende que “el legislador básico se ha limitado a regular las bases del procedimiento y reservarse la posibilidad de establecer medidas que tiendan a fomentar la fusión de municipios, en aquellos casos en que la adecuada capacidad de gestión de los asuntos públicos requiera de mayores exigencias de población y territorio; pero sigue dejando en manos de las Comunidades Autónomas, como en el caso de los municipios de nueva creación, la regulación de la fusión de municipios en función del modelo municipal por el que hayan optado”. ¿Hay algún argumento jurídico en este párrafo que nos deje tranquilos a quienes pensamos que el Estado no debe entrometerse en este asunto? Particularmente, no lo veo, por más que la sentencia rechace “la inconstitucionalidad del art. 13.3 LBRL y, en consecuencia, también de la disposición final primera en lo que a éste se refiere”.
Quien respiró tranquilo, sin duda, fue el legislador de 27 de diciembre de 2013 que, visto lo visto, hasta se quedó corto.