Aunque a nivel internacional no preocupa en exceso el gasto relacionado con las pensiones ya que se vislumbra un futuro en que los países en 2050 solo se concentrarán en garantizar unos beneficios mínimos que sirvan para impedir la pobreza en la ancianidad. Los más adinerados van a contribuir a su pensión personal a través del ahorro privado. Sus pensiones financiadas con impuestos van a dejar fuera al veinte por ciento de la población con el nivel de renta más alto, ya que los planes de pensión privados son obligatorios en muchos países. Pero esta no es la situación de España en que su sistema de pensiones tiene un carácter redistributivo: en el que los contribuyentes de hoy financian las pensiones de los jubilados contemporáneos. Este modelo ha cristalizado y es muy difícil pasar a un modelo de pensiones privado a pesar que se introduzcan incentivos fiscales ya que obligaría a varias generaciones a pagar sus pensiones de futuro y, a la vez, pagar las pensiones de sus ancianos. Cualquier ciudadano sabe que cuando nos jubilemos las generaciones que nacimos en los años 60 (y esto sucederá a partir de 2025) solo hay dos soluciones posibles: prolongar la edad de jubilación o reducir el importe mensual de la pensión.
El otro problema relacionado con el envejecimiento de la población, el incremento del gasto sanitario, sí que es una preocupación mundial; el gasto medio de los mayores de 65 años es cuatro veces superior al de los adultos y los jóvenes. En Gran Bretaña, los mayores de 85 años cuestan al National Health Service (NHS) seis veces más que la población en edades comprendidas entre los 16 y 44 años. El tratamiento a los ancianos es muy caro, no solo porque sean mayores sino también porque presentan más probabilidades de morir. Una mirada detallada de los costes médicos de toda la vida muestra que una gran parte de los mismos se produce un año antes de la muerte, independientemente de la edad.
El problema tanto de las pensiones como de los gastos sanitarios es que a medida que van incrementando por el envejecimiento de la población existe el peligro que el Estado vaya descuidando una parte importante de sus funciones básicas, como la investigación o la educación, ya que las pensiones y la salud consumen una porción más grande del pastel. Esto ya ha sucedido en Gran Bretaña en el que el gasto del NHS (el sistema británico de salud) ha pasado en dos décadas del 4,3 al 8,5 por ciento y el presupuesto de defensa ha bajado un 2,5 por ciento durante el mismo periodo. Alterar el sistema de pensiones y controlar el gasto sanitario son posibilidades difíciles de implantar a nivel político ya que la parte envejecida de la población va a tener una enorme fuerza electoral y puede decantar (ya sucede en la actualidad en España y en otros países: como el Brexit por ejemplo) las opciones de gobierno. Apelar a una solidaridad intergeneracional voluntaria que implicaría estrecheces en políticas distributivas (sanidad) y redistributivas (pensiones) que afecten básicamente a los mayores y manteniendo o incrementando los gastos en inversión (educación e infraestructuras) no es más que una quimera.
Cuando el sistema público de un país tiene estos dos problemas de sostenibilidad económica, tal y como va a suceder en las próximas décadas, de falta de ingresos y de excesivo gasto la tendencia es concentrarse solo en reducir el gasto ya que incrementar los ingresos es muy complicado (tal y como ha sucedido con la reciente crisis económica). Pero este tratamiento asimétrico de la problemática difícilmente va a ser posible en el futuro ya que o se incrementan los ingresos gravando a la riqueza tal y como propone Piketty (2014) o no hay una solución clara a la vista. Con los ingresos de este impuesto especial a la riqueza, las administraciones públicas podrían promover más gasto en investigación y en educación. El crecimiento solo puede venir a partir de una población más cualificada. La base de este capital humano deberá ser la educación y el Estado deberá cargar con los costes de escolarización de los niños y adolescentes, compartidos con los estudios universitarios y ayudar a los adultos más pobres a desarrollar nuevas aptitudes y competencias laborales (Wallance, 2015: 201). De este modo, con un impuesto a la riqueza y con unos profesionales más cualificados y con retribuciones más elevadas puede solventarse parcialmente el problema de los ingresos. Pero también habrá que atacar la dimensión de los gastos. Solo unas administraciones públicas más solventes institucionalmente y más inteligentes pueden poseer un elevado nivel de eficiencia para ser sostenibles económicamente y sobrevivir. Las medidas a adoptar podrían ser las siguientes:
- Tenemos identificados los dos agujeros negros presupuestarios: pensiones y gasto sanitario. Todas las energías institucionales y capacidad de inteligencia deben tener básicamente estas dos dianas.
- Con las pensiones poco se puede hacer, como se ha dicho, más allá de medidas incrementales de elevar la edad de jubilación y decrementales en relación al importe de las pensiones. La primera medida no debería ser muy problemática a nivel social pero exigiría un cambio de cultura en las empresas incentivada públicamente. La mayor parte de los esfuerzos deberían concentrase en este ítem ya que la medida de rebajar el importe de las pensiones puede ser insoportable políticamente. Se pueden implementar medidas ligeras de reducción de las pensiones pero muy suaves. La tercera posibilidad es incrementar las exigencias para el cobro de las pensiones pero estas medidas ya se han adoptado y queda muy escaso recorrido de permeabilidad social a las mismas.
- Con los gastos sanitarios hay mucho más camino en las posibilidades de incrementar la eficiencia del sistema y, por tanto, de recortar los gastos. Más allá de los copagos, que van a ser imprescindible imponer para disciplinar la demanda tanto en los servicios sanitarios como en gasto de los medicamentos, se pueden implantar muchas estrategias eficientistas. Por una parte, utilizar los sistemas de información para mejorar la gestión del sistema sanitario tanto en la prevención, como en la prestación pública y privada del sistema. Por otra parte, hay que concentrar las estrategias eficientistas en el tratamiento de los ancianos, de los mayores de 85 años, y de las personas jóvenes, adultas o mayores que contraen una enfermedad mortal. En estos ámbitos queda mucho recorrido en la mejora de la gestión sin ir en detrimento de la calidad en la atención. Finalmente, otra estrategia es bajar los elevados precios del material sanitario y de los medicamentos. La regulación para disciplinar estos precios debe ser mucho más contundente sin llegar a descartar el escenario de publificar a una parte de esta industria y de servicios.
Los avances de las tecnologías de la información aplicadas al sector sanitario van a suponer un gran alivio a las arcas públicas. Los aparatos portátiles, baratos y fáciles de utilizar van a compensarán la escasez de trabajadores sanitarios. Estos aparatos permitirán que desde el domicilio se puedan hacer pruebas y diagnósticos médicos. Los ancianos que vivan solos podrán hacerlo con dignidad, con la salud controlada igual que controlamos ahora la temperatura de nuestras casas. El tratamiento de las enfermedades agudas y crónicas supondrán mucho menos trabajo. Las intervenciones quirúrgicas serán cada vez más excepcionales, puesto que existirán diminutos dispositivos que viajarán por nuestro interior para eliminar un tumor, por ejemplo, o para reparar un órgano. Otro ejemplo para finalizar: un diabético podrá tener implantada una bomba que libere automáticamente insulina cuando sea necesario.
El problema fundamental económico para los jóvenes en España no es público sino privado, y es la raíz de todos los demás y de todos los problemas de desigualdad intergeneracional: la burbuja inmobiliaria.
En 2017 se está saludando con alivio que los pisos han vuelto a subir. Es decir, que los compradores de hoy en día tengan que pagar más del doble (en términos reales) que los compradores de hace treinta y cuarenta años.
Esa es la primera redistribución negativa intergeneracional de la riqueza en España, y todo lo demás, pensiones incluidas, va a rebufo de la burbuja. El primer objetivo del sector público debería ser fijar un objetivo explícito de precios de la vivienda y trabajar para que ese precio no se superara.