Un fino bisturí ha tenido que utilizar el Tribunal General de la Unión Europea a la hora de separar y analizar los diversos argumentos que pretendían fundar una cuantiosa petición de responsabilidad frente a la Comisión europea. El resultado de tal operación es la sentencia del pasado 28 de febrero (T‑292/15) y el origen del conflicto se remonta al año 2010. Fue entonces cuando se iniciaron las actuaciones para adjudicar un contrato de servicios que tenía como finalidad reforzar un sistema de seguridad alimentaria en Albania. Satisface advertir cómo esta idea feliz de comunidad jurídica que es la Unión Europea atiende con sus políticas sociales y de cohesión también al desarrollo de otros países y a la atención humanitaria.
Pues bien, a tal convocatoria se presentó una empresa griega, cuya oferta quedó colocada en segunda posición. Ocupó la primera, y se benefició de la adjudicación, otra compañía que ya había recibido otros contratos dentro del programa general de asistencia técnica a Albania. Fruto de esas anteriores relaciones había surgido una petición para que uno de sus directivos y “experto” en la materia colaborara para la definición de ciertas precisiones en los pliegos del contrato que ahora interesa. De ahí que algunos documentos del expediente de licitación estuvieran firmados por esa persona.
Tal situación es la que denunciaron durante el procedimiento varias empresas que se presentaron al concurso, denuncias que se rechazaron por los responsables de la tramitación. Sin embargo, la queja de la empresa griega ante el Defensor del Pueblo europeo sí fue atendida, declarándose una actuación de mala administración por parte de la Comisión europea.
Es tras ese dictamen cuando la empresa griega decide acudir a los tribunales europeos para exigir responsabilidad patrimonial de la Comisión. Alegó la mercantil la violación de muchos principios: confianza legítima, igualdad de trato e igualdad de oportunidades, buena administración por no haber evitado un conflicto de intereses ni haber informado de manera suficiente a los licitadores… Y el Tribunal General, párrafo a párrafo, va delimitando su posición y precisando los conceptos: no es suficiente la mera invocación de principios, ha de señalarse la infracción de preceptos concretos y, sobre todo, que las violaciones tengan suficiente peso y relevancia. Así se llega a la entraña herida: la redacción por un “experto” de importantes “términos de referencia” de la licitación.
¿Ha de impedirse a aquellas empresas que han colaborado en las actuaciones de preparación de un contrato concurrir a su licitación? El Tribunal General recuerda que la normativa europea sólo recoge la exclusión si se acredita que existe un conflicto de intereses “real”, no “hipotético” y que, como en muchas otras sentencias ha explicado, ha de comprobarse de manera diligente que no existen tales riesgos, para lo cual ha de realizarse un examen minucioso, riguroso e imparcial.
De ese celo se careció durante la tramitación del contrato germen de la polémica. Faltaron actuaciones de supervisión rigurosas e imparciales que hubieran advertido la estrecha vinculación entre el “experto” y los responsables de la tramitación, la inutilidad -cuando no, falsedad- de la declaración personal del experto de inexistencia de conflicto, los cambios de criterio de algunas valoraciones… Una verificación que hubiera acreditado, como se comprobó por el Defensor del Pueblo y se confirmó durante el proceso, la existencia de un conflicto de intereses, lo que generó una desventaja y, con ello, la vulneración del principio de igualdad de trato de los empresarios.
A partir de ahí, analizó el Tribunal General la posible responsabilidad patrimonial de la Comisión (art. 384 TFUE). La mercantil había apuntado notables perjuicios. Entre otros citaba: los gastos de participar en el procedimiento de licitación, la pérdida del beneficio por no ser la adjudicataria, la pérdida de oportunidad de otros contratos, los costes de la impugnación, así como los intereses que compensaran el tiempo transcurrido desde que tuvo noticia del acuerdo de la formalización del contrato con otra corporación… Y el Tribunal admite la acreditación de algunos, a saber: que ciertamente perdió una oportunidad real y concreta de haber sido la adjudicataria del contrato. Recordemos que la valoración de su oferta había quedado en segundo lugar, pero también que correos electrónicos con el experto habían influido en algunos cambios de criterio. Además, se estima su petición de que le sean abonados los gastos derivados de la presentación al concurso. Algo inusual, pues normalmente los contratistas deben asumir todos aquellos costes que origina su participación en una convocatoria. Sin embargo, en este caso, al existir unas infracciones en el procedimiento de adjudicación, se califican tales gastos como inútiles y, por ello, reembolsables. Igualmente, se reconoce el derecho a ser compensado por el interés legal del dinero. No obstante, el Tribunal General ofrece la posibilidad de que las partes lleguen a un acuerdo para fijar la cuantía total de la indemnización en el plazo máximo de tres meses, cuyo transcurso infructuoso originará nuevas actuaciones ante la misma Sala.
¿Qué poso queda tras la lectura? La insistencia en una exquisita diligencia de toda actuación administrativa para que se haga realidad el derecho de los ciudadanos y empresarios a una “buena administración”. Una actuación que ha de ser rigurosa e imparcial porque, en caso contrario, origina el deber de satisfacer una cuantiosa indemnización que, aunque se abone por la cuenta del Tesoro público correspondiente, es patrimonio común.
Es cierto que la Ley de contratos contiene suficientes preceptos para garantizar que todas las Administraciones y organismos respeten la igualdad de trato y eviten los conflictos de intereses (recuerdo ahora sólo los artículos 64, 70 y 132 LCSP). Sin embargo, me atrevo a lanzar otra consideración: ¿por qué no avanzar en la incompatibilidad para participar en convocatorias por parte de aquellos grupos de empresas que hayan asistido a la preparación del contrato? El artículo 70 de la Ley sólo lo prohíbe en pocos casos -entre otros, los de dirección o control para garantizar la mínima objetividad de esas prestaciones-. Pero una medida en tal sentido podría evitar la concentración de grandes corporaciones, facilitaría sobre todo abrir el mercado y, con ello, el mantenimiento de las pequeñas y medianas empresas que, no olvidemos, son ahora objeto de especial cuidado por la nueva regulación.