Un fantasma recorre algunos medios de comunicación y es el del descrédito de las oposiciones como método para seleccionar a los empleados públicos. Quienes hemos conocido ya a muchos iluminados que nos han querido vender la pócima salvífica (“el elixir” de la ópera de Donizetti) para solucionar este asunto contemplamos la campaña con la mayor de las inquietudes.
Muchas veces lo he contado. Cuando elaboramos lo que luego fue la ley básica de régimen local de 1985 tuvimos sus redactores que defendernos, y hacerlo con mucha acometividad, de quienes querían suprimir sin más los cuerpos nacionales de secretarios, interventores y depositarios por considerarlos una antigualla franquista. La atrevida ignorancia de aquellos sujetos tuvimos que disolverla dando algunas lecciones de historia y al final pudimos mantener esas figuras a base de crear la “habilitación nacional”. ¿Ha hecho daño la solución? Parece que ninguna, lo que ha hecho daño y mucho ha sido el sistema de libre designación que ha degradado la seriedad inicial del invento.
Porque, y parece mentira tener que recordarlo, “oposición” viene de “oponerse”, es decir, del hecho elemental de que, cuando hay un puesto de trabajo pagado con dinero público y a él aspiran cinco candidatos, preciso es buscar la fórmula para seleccionar al más idóneo, descartado el recurso al pariente próximo y a la “venta de oficios” practicada en el Antiguo Régimen (el anterior a la Revolución francesa).
Pues bien, para detectar quién es el más capaz parece que lo más prudente será indagar acerca de sus saberes y habilidades para desempeñar el puesto que se oferta. Es aquí dónde caben todas las fórmulas posibles: temarios, pruebas prácticas, redacción de informes u otras específicas derivadas de esta o aquella especialidad (trabajo en un laboratorio, en un taller, en el monte, etc).
Y por supuesto cualquiera es válida siempre que se respeten a mi juicio algunas exigencias, de las que destaco dos: a) los conocimientos han de ser objetivos y exigibles de acuerdo con unas reglas previamente conocidas por los aspirantes (“opositores” porque -insisto- se “oponen” entre ellos); b) han de ser valorados por especialistas que sepan de qué se está hablando.
Es decir, no valen esas pruebas entregadas a la subjetividad de quienes examinan como son las que se hacen sobre la base de entrevistas con los candidatos que son muy buenas, y esto quiero que quede bien claro, para cerrar o ultimar un proceso de selección pero, ojo, no para sustituirlo. La entrevista moderna que mide el “liderazgo”, la “interoperabilidad”, la “transversalidad” y todas esas otras moderneces sacadas de un manual de psicología de feria, debemos mirarlas, yo al menos las miro, con la mayor desconfianza sobre todo si se convierten en el meollo de las pruebas de selección.
De otro lado, la necesidad de que quienes enjuician a los candidatos sean expertos no es preciso enfatizarla. Pero sí recordarla porque, al menos en la Administración local, y para los puestos atribuidos a licenciados universitarios que no son de habilitación nacional, ha sido frecuente que el compañero de partido o de sindicato sustituya con desparpajo al abogado del Estado. Y aprovecho para decirlo: durante varias décadas, desde 1982, he sido catedrático de derecho administrativo de la Facultad de Derecho de León. Jamás, en todos esos años, he sido llamado por un Ayuntamiento de la provincia para formar parte de un tribunal cuya función consistiera en seleccionar a un técnico experto en Derecho (lo que sí era frecuente en mi etapa en Bilbao, hasta 1975, y en Oviedo, hasta 1982). Sin duda alguien con buenas credenciales me ha sustituido pero sospecho que con mejor intención que solvencia.
Conclusión: altérense como se quieran las pruebas, los exámenes y sus contenidos de eso que despectivamente se llaman “oposiciones” pero siempre respetando estas mínimas exigencias que me he permitido recordar.
Porque ese puesto que está en juego, y cuya obtención es el sueño de quien no tiene trabajo o aspira a mejorarlo, está pagado con el dinero de todos.
Totalmente de acuerdo, parece que se quiere olvidar que el fundamento de una oposición es: la igualdad, el mérito y la capacidad. Tras la oferta de empleo público que se prepara, los buitres levantan el vuelo.
Nos sorprende la corrupción, y sin embargo, parecen querer desprenderse de los cuerpos que precisamente pueden contenerla.
Faltaría más que a estas alturas fuera yo quien le pusiera una coma al texto del profesor Sosa Wagner. Ni soy capaz ni se me ocurre. Sin embargo si me gustaría que hubiera añadido una exigencia más, o dos, a las que enumera. Sí, porque a pesar de que los conocimientos sean objetivos y «valorados» por especialistas en la materia de que se trate, es indispensable, y en es esto estará conmigo el profesor, que se haga publicidad de la convocatoria de la vacante a cubrir, por aquello de que la publicidad y concurrencia van de la mano, y ya se sabe que contra mas concurrentes mayor es la competencia.
Y si se me acepta, otra más, y ésta es un atrevimiento, el mérito. Pero como he dicho que es un atrevimiento, me quedo ahí, y dejo a otros la continuación si lo estiman oportuno.
De acuerdo hasta las trancas.
Tengo detectados miles de ayuntamientos en lo que se consiente el desempeño de funciones públicas urbanísticas por falsos arquitectos municipales y no conozco a un sólo secretario municipal que haya puesto reparo.
Totalmente de acuerdo, faltaría más. Pero habría también que poner la lupa en ciertas oposiciones (normalmente de administraciones locales) que realizan las primeras pruebas «a medida» del candidato que más les interese. Saludos