No hace tanto tiempo estaba implícita en la cultura política española, de forma transversal (con independencia del color político) y en todos los niveles territoriales del sistema democrático de gobierno, que los cargos públicos, ya fuesen electos (como alcaldes y concejales) o designados (desde ministros a subdelegados del Gobierno), debían actuar de acuerdo con un perfil «institucional», pues al fin y al cabo tales cargos públicos se integran con carácter coyuntural y no profesional en una estructura (un órgano o Administración pública) financiada con fondos públicos, no privativos, orientada a servir exclusivamente el interés público, no el propio de una organización, colectivo o sector social, y sujeta, tanto en su organización como actuación, a los principios de legalidad, eficacia, objetividad, transparencia y colaboración, entre otros.  

Esta concepción constitucional (republicana, si se quiere) del ejercicio del cargo público, más allá del evidente designio del cumplimiento de la legalidad, presenta múltiples manifestaciones, tanto en la esfera interna, como en la actuación ad extra.

En el ámbito interno, en su relación con el personal al servicio profesional de las Administraciones públicas (fundamentalmente con los funcionarios públicos de los subgrupos superiores), el cargo público de perfil institucional valorará a los funcionarios públicos como colaboradores necesarios para la acción de gobierno. Por ello, en la medida de lo posible, el cargo púbico tratará de mantener una colaboración fructífera, procurando alcanzar acuerdos para la consecución de los objetivos de gobierno, al tiempo que respetará, en el plano de la ejecución, los ámbitos propios de actuación directamente vinculados al desempeño profesional y por ello dotados de autonomía funcional. Básicamente, tratará de rentabilizar, en sentido positivo, el enorme capital humano que supone disponer de un personal altamente cualificado, procurando involucrar e incentivar, en la medida de lo posible (que ciertamente no es mucho) su apoyo a la acción de gobierno.

En las relaciones con la oposición, y sin caer en ingenuidades, el cargo político de perfil institucional procurará alcanzar acuerdos amplios allá donde sea posible, no ya por un mal entendido “buenismo”, sino para dotar de estabilidad a las políticas públicas, lo cual es imprescindible para su efectividad. Ni qué decir tiene que esta actitud se expresará en las relaciones con la oposición en las asambleas legislativas y plenos de las corporaciones locales con el necesario respeto y cortesía, sin por ello merma alguna en la firmeza de la defensa de las posiciones partidistas.

Por su parte, en las relaciones con otros gobiernos y Administraciones públicas, ya sean de superior o inferior nivel territorial, el cargo público institucional mantendrá una actitud de lealtad institucional, propicia a la cooperación y colaboración con otras instituciones, con independencia de que estén gobernadas por un partido de signo diverso. De nuevo no se trata de un mero “buenismo”, sino de una comprensión constitucionalista del Estado y de la evidencia de que los recursos públicos son siempre limitados y la coordinación interinstitucional posibilita su mayor eficiencia, al tiempo que evita duplicidades y lagunas en la atención al interés general. Y esta actividad de lealtad constitucional se manifestará en los actos públicos, concediendo y reconociendo a los representantes públicos de otras instituciones su posición y papel, evitando protagonismos que incomoden al resto de los partícipes.

O, en fin, en el marco de las relaciones con la sociedad civil, el cargo público procurará actuar conforme a la dignidad de la institución que representa en cada acto público, brindando un trato igualitario a los agentes sociales, o al menos en función de su representatividad.

Con todo esto no quiero decir en modo alguno que todos los cargos públicos o la mayoría hayan actuado en el pasado conforme a estos parámetros, sino que se trababa de un ideal compartido que, en mayor o menor medida, conforme a la honestidad, competencia y posición profesional de cada uno, se trataba de alcanzar.

Sin embargo, en algún momento de la praxis política de los convulsos últimos años se ha producido un giro radical en la cultura política, de tal modo que ese ideal de cargo público de perfil institucional se encuentra en franca decadencia, y está siendo rápidamente desplazado por otra especie de cargos políticos aparentemente más adaptados a la voracidad actual de la política española, en un claro ejemplo de darwinismo político.

Se trata de cargos políticos que cuando se integran en una Administración miran con abierta desconfianza a la clase funcionarial, a la que tratan ante todo de someter (sojuzgar) por diversas vías, entre otras, precarizando su posición y colonizando los puestos de trabajo de perfil profesional, al tiempo que se rodean de un corte de personal eventual (cuanto más mejor), que actúa a modo de burbuja hacia dentro y hacia fuera. Incluso en los peores casos no existe empacho en tratar de desprestigiar al personal profesional, pues su actitud de cumplimiento objetivo de la legalidad no solo es vista con recelo sino como una abierta e insoportable traición.

En las relaciones con la oposición, obvio decir que se aplica la máxima de «al enemigo ni agua», volando todos los puentes de entendimiento y posibles consensos: se aprueba y se aplica la política dirigida a un específico electorado. Evidentemente, esta actitud presenta su fiel reflejo en los debates e interpelaciones públicas, cuya finalidad no es la deliberación, sino la confrontación, incluso a nivel de la descalificación personal.

Igualmente, en las relaciones entre Administraciones públicas, cualquier ocasión es buena para zaherir el rival político (incluso en el plano protocolario), aun cuando ello suponga una desconsideración con la comunidad que representa. Y, en fin, en el ámbito de las relaciones con la sociedad civil, todo acto o actuación es motivo de clientelismo y objeto de patrimonialización. 

No deja de ser paradójico que sea precisamente cuando es cada vez más común que los distintos niveles de gobierno aprueben formalmente códigos éticos y de conducta por doquier, más lejana es la praxis política.  

En todo caso, en este escenario actual, que un cargo político presente un perfil institucional, lejos de constituir un activo a su favor, se ha degradado a roles marcadamente secundarios: cuando a nadie interesa acudir a un acto, se dirá aquello de “que vaya Menganito-a, que es muy institucional”.

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