Elogio y añoranza de lo público

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Uno, de jacobino tiene lo justo y parece claro que la coexistencia y cooperación de las prestaciones públicas y las privadas no sólo propicia competitividad y mejoras de calidad sino que favorece los derechos de opción de la ciudadanía.

Sentado lo anterior, bastante obvio, tampoco está de más ser tan crítico con lo privado como habitualmente lo somos con los servicios de gestión administrativa. Algo que no tardamos en hacer cuando, tras maldecir, por ejemplo, las largas listas de espera hospitalarias, nos encontramos con faltas de puntualidad, a veces escandalosas, en las consultas privadas.

Pero cito algunos ejemplos vividos este verano que, en parte, reafirman mi querencia por lo público. No sé si aún quedan jueces en Berlín, creo que sí, pero lo que quedan son funcionarios en Correos. Pese a que esta entidad instrumental ha pasado por todas las configuraciones posibles y deseables, de modo un tanto heterodoxo ha mantenido personal estatutario. Y menos mal. Los empleados públicos tendremos muchos defectos y los que atienden al público serán más o menos amables pero, por lo general, la competencia puede presumirse fundadamente. Digo esto porque teniendo que mandar un recuerdo a una persona conocida de Rusia, caí en la tentación de la comodidad y, habiendo abierto muy cerca de mi casa una oficina de una reputada empresa de mensajería, consulté en ella las condiciones del envío. De entrada (y de salida) ya me di cuenta de que la señora que me atendía no tenía demasiadas ganas de trabajar; cosas del verano. A mis preguntas sobre el paquete y su destino, todo eran pegas. Rusia le parecía Júpiter y una ciudad que no era Moscú, aunque mayor que Valencia, era algo así como Ítaca o la Ínsula Barataria.

Cuando creí tener superadas sus reticencias de trayecto, me desanimó diciéndome que era muy caro y cuando me mantuve en mis trece me preguntó por el contenido. –Un souvenir, le dije. Me pidió precisiones y al saber que tenía forma de muñeco lo identificó de inmediato con un juguete, lo que no era, para decirme que necesitaba, por el célebre tema que yo mismo aquí traté de la protección de los niños, los certificados originales de fabricación. Dado que el regalo se había adquirido en Londres, tal cosa era imposible, con lo que opté por desistir. Porque, de haberlo tenido, aquella señora con tan poco ardor empresarial me hubiera pedido el carnet de manipulador o el certificado de buena conducta del destinatario. Tras tan decepcionante experiencia con el sector privado, tan eficiente por sistema, me acerqué a una oficina de Correos y a los cinco minutos, certificado y asegurado, el envío ya estaba en camino tras una atención exquisita. Eso sí; lo del número de identificación para el seguimiento, como ya había comprobado en anteriores ocasiones, funcionará dentro de España o de la UE, pero, rebasada ésta, sirve de poco: el paquete llegó a los diecisiete días a Rusia (mucha prisa no se dieron) y aún hoy, casi un mes después, al introducir el localizador en la web corporativa, sigue diciendo que ha salido de la oficina de origen. Magnífico y muy actualizado. Pero lo importante es que llegó.

Otro asunto, muy de moda por las reformas legales en curso, es el de la seguridad privada. No pretendo ser injusto y elevar a categoría una anécdota pero, en estos días estivales, a unos vecinos que tienen en la puerta la pegatina de la empresa correspondiente, alertando de la conexión con la policía, en su ausencia, saltó la alarma y visto que, pasadas tres horas nadie se personaba allí, el portero y el presidente de la comunidad de vecinos optaron por llamar al número que figuraba en la calcomanía y, de mano, les pidieron un código que, lógicamente no tenían. Solo faltaba que solo pudieran pedir protección ante una alarma disparada los propietarios del inmueble. Es más, si estuvieran dentro habrían desactivado ellos la sirena y, además, como dice el Evangelio, tampoco iban a permitir fácilmente que les intentaran abrir un boquete. La tal empresa que se decía conectada a la policía (quizá a la Montada del Canadá), tras pedir en segundo término un DNI, tomó nota… y no hizo nada que se sepa. Reiterada la llamada, viendo que eran los mismos pelmazos, se les puso una musiquita y hasta hoy. El tema se solventó por agotamiento de la propia alarma y con la tranquilidad que ofreció la policía local a la que se llamó directamente.

Lo de las musiquitas es otra. Lo mejor, por ejemplo con los operadores de telefonía o televisión o Internet, o las tres cosas, es no sufrir averías, especialmente en épocas en que hay menos personal. De un número derivan a otro y así ad infinitum, hasta que uno se cansa; eso sí, con sintonía musical de consolación. Con un poco de suerte, tras horas de espera al fin se hace presente una voz humana y en directo que, con arriesgada sugerencia tecnológica, te recomienda cosas como que desenchufes el aparato o desconectes unos segundos el módem. ¡Qué cosas tiene el progreso! En cuanto a las oficinas públicas de atención a usuarios y consumidores ante situaciones como las descritas, también podrían decirse muchas cosas, a salvo, claro está, las que funcionan bien. Pero, por más leyes, reglamentos, organismos y asociaciones que tengamos, este es un asunto que sigue sin ofrecer todas las garantías adecuadas.

En otra ocasión les aburriré con ese tema.

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