Deuda y derechos sociales: El origen del conflicto

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No parece el nuestro país para moderados. Ni tan siquiera podemos incluir entre las seguridades colectivas que es eso de ser un país. Y no hablemos de naciones. España es dada a posiciones extremas, a políticas pendulares, a debates sin fin a la búsqueda de consensos que sólo la extrema necesidad o una perentoria urgencia nos han hecho alcanzar en muy contadas ocasiones. Y los días que corren son de esos, también escasos en nuestra desmovilizada sociedad, en los que, frente a lo habitual en ella, todo el mundo expresa opinión política. Hemos pasado del socorrido “no me interesa la política” al apasionado “hay que cambiar a los políticos y la política”. Otra cosa es que se tenga claro el resultado del cambio. Lo que se rechaza parece bastante evidente y compartido por muchos. Pero lo que está por venir, dejando al margen oportunismos, populistas lugares comunes y aspiraciones que cualquiera en cualquier momento suscribiría, por utópicas o descabelladas que sean, está todavía por definir.

En ese contexto se está abriendo paso con fuerza el debate constitucional. Personalmente pienso que no es algo que debamos temer y que la Constitución o los consensos que la permitieron no deben sacralizarse. Creo honestamente que los consensos siempre son los posibles y no los mejores, aunque sólo sea porque el concepto mismo de “lo mejor” resulta esencialmente subjetivo. La espoleta de ese debate la puso, paradójicamente, la propia reforma de la Constitución, que se reveló como norma accesible, susceptible al cambio, al menos para algunos y para algunas concretas finalidades. La reforma del artículo 135 de la todavía vigente Constitución de 1978, fruto de uno de esos consensos posibles, se subordinó a imperativos económicos y generó nuevas obligaciones colectivas. En lo esencial, nos obligamos a respetar el déficit estructural y de deuda pública impuestos por una democráticamente deficitaria Unión Europea, impusimos a nuestras entidades locales el equilibrio presupuestario, nos comprometimos a pagar las deudas antes que a realizar otros gastos de cualquier índole. Mediante la reforma de un solo precepto constitucional, uno solo, renunciamos a buena parte de nuestra soberanía financiera a favor de unas instituciones cuya calidad democrática e independencia de poderosos lobbies económicos distan mucho de estar garantizadas.

El procedimiento para la reforma constitucional se ajustó estrictamente a las propias previsiones constitucionales. Estrictamente. No se sometió a referéndum porque no resultaba constitucionalmente preceptivo hacerlo y no se alcanzaron las mayorías parlamentarias precisas para acordarlo. Unos representantes políticos elegidos y amparados por mandato representativo actuaron, por tanto, conforme a la Constitución y las leyes para renunciar en nombre de los representados a parte sustancial de su soberanía financiera. Pero que se siguiesen los procedimientos constitucionales y legales, estrictamente, sólo quiere decir eso. Frente a lo que entonces se pensaba, que Ley equivalía a democracia, la tozuda realidad está demostrando que mal puede haber democracia sin confianza, por mucha Ley que haya. Y la confianza sí se vio afectada por una reforma constitucional que no respondía a programa electoral alguno, en relación con la cual se pudo consultar y no se consultó y que, a la postre, ha propiciado y amparado reformas que, limitando los niveles de protección social previos, han dado al traste con largos y penosos procesos para el desarrollo de los derechos sociales en España. Los habituales incumplimientos de programas electorales no han ayudado a recuperarla. Con la reforma constitucional se respondía a imperativos económicos y se ignoraban exigencias sociales en el momento, además, en que mayor necesidad había de atenderlas.

No es extraño, por ello, que otra reforma constitucional, que atienda lo que no atendió lo anterior, sea la bandera de muchos de los que hoy aspiran a cambiar las cosas en España. La Constitución ya no es el tótem que fue y el consenso posible que la alumbró ya no parece posible hoy. Sus costuras han estallado desde lo político, con una profunda crisis representativa que se va a llevar por delante el bipartidismo imperfecto de los últimos treinta años; desde lo territorial, pues los nacionalismos, al apostar por la independencia, cuestionan abiertamente el Estado autonómico que el constituyente de los setenta impulsó como proceso y que ha conducido a la actual distribución de poder; y desde lo social, pues del “no nos representan” la sociedad ha pasado a buscar representantes que son otros distintos de los que los esclerotizados canales representativos de los partidos ofrecen a los ciudadanos. Y en eso estamos. Pero lo que resulta evidente es que la reforma del artículo 135 de la Constitución primero, y las políticas de recortes de coberturas y derechos sociales después, han puesto de manifiesto que los llamados poderes económicos se han impuesto al débil Estado del bienestar que se estaba todavía construyendo en España. Sobre esta concreta cuestión volveré en mi siguiente comentario.

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